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Sueños en la casa de la bruja - Lovecraft

Actualizado: 28 ago 2021

Distantes y desconocidos son los sueños, todos queremos saber su significado pero muy pocos los hemos visto como dimensiones desconocidas en donde la vida también es posible. Puede que conocimientos antiguos hayan previsto estas complejidades y desvelen formas de poder cruzar el velo a otros planos de la existencia. SUEÑOS EN LA CASA DE LA BRUJA es una imaginación de H.P. Lovecraft que nos permite imaginar precisamente lo horroroso que deben ser los seres que pueblan esos mundos y lo indefensos que nos encontramos frente a ellos.  Walter Gilman no sabía si fueron los sueños los que provocaron la fiebre o la fiebre causó los sueños. Todo sucedió en ese horrible y mohoso ambiente de la vieja ciudad y de la puerca guarida donde escribía, estudiaba y luchaba con números cuando no estaba dando  vueltas en su cama de tubería. Sus oídos se estaban sensibilizando y podía escuchar cosas poco naturales y tolerables, hacía tiempo que el reloj barato de la repisa de la chimenea no daba la hora y ese tic tac fantasmal le estaba taladrado la cabeza todas las noches.  En esta ciudad, las brujas se ocultaron en los oscuros tiempos coloniales. Y la casa en donde Walter pagaba su hospedaje había ocultado a Keziah Mason, la terrible bruja que se fugó de Salem y desapareció misteriosamente en 1962, él lo había querido así.  Gilman era estudiante universitario de Miskatonic y empezó a asociar sus conocimientos matemáticos con las fantásticas leyendas de la magia antigua de Keziah. Los profesores de la  Universidad de Miskatonic le habían recomendado que fuera más despacio, le habían prohibido consultar los dudosos  tratados antiguos sobre secretos ocultos que se guardaban bajo llave en la biblioteca de la Universidad.  Pero Walter ya había leído el temible Necronomicón de Abdul Alhazred, del fragmentario Libro de Eibon, y del prohibido Unausspreclichen Kulten de Von Junzt, que correlacionó con sus fórmulas abstractas sobre las  propiedades del espacio y la conexión de dimensiones conocidas y desconocidas.   Gilman sabía que su cuarto era el antiguo hogar de la Bruja; lo había buscado y lo había encontrado.  En los archivos históricos figuraban numerosos datos acerca del proceso contra Keziah  Mason y lo que esta mujer había admitido bajo presión del tribunal inquisidor fascinó a Gilman. Keziah le había hablado al juez cosas sobre líneas y curvas que se podían trazarse hacia otros espacios del más allá, portales que se abrían en negros rituales de  medianoche que hacían las brujas en el valle de la piedra blanca,  más allá de la Loma del Prado y, en el islote desierto del río, Keziah había hablado del Hombre Negro, del juramento que ella había  prestado y de su nuevo nombre secreto, Nahab.  La bruja había escapado del juicio final. En su celda no había nada en la mañana de la ejecución. Lo único que había, eran extrañas líneas trazadas con su sangre. 


El conjuro, de Goya. Esta no fue una de sus obras negras. El hecho de que el Duque de Osuna la haya encargado nos dice tres cosas: que el negrito de ojos claros es realeza, que la realeza sabía y le gustaba saber de brujas y que son terroríficas.

Walter creía que los gritos infantiles, oídos la noche antes del Walpurgis, que el hedor en el ático del  viejo edificio y que la cosa pequeña y peluda de  afilados dientes, que rondaba por la vieja casa y por la ciudad, eran un problema matemático más no metafísico. Un problema que incluía el conocimiento necesario para el viaje interdimensional, oculto en la brujería negra de Keziah.  Gilman estudió las maderas y las paredes de yeso en busca de glifos crípticos en donde se había soplado la pintura. La habitación de Gilman tenía forma irregular. La pared del norte se hundía y el techo bajaba levemente hacia un lado. Había un nido de ratas y una ventana había sido tapiada. Pero lo importante estaba en el techo, había un desván encima del techo, inaccesible. El casero no lo dejó mirar, había una abertura cerrada con carpintería colonial.  La fiebre y los sueños comenzaron a principios de febrero. Gilman comenzó a percibir otros sonidos procedentes, tal vez, de regiones situadas más allá del espacio sellado, en una habitación oculta. Ecos de regiones desconocidas.  El acompañante fiel de la bruja, su demonio familiar, «Brown Jenkin», parecía haber sido fruto de un notable caso de sugestión colectiva, pues en 1692 varias le vieron. Con el pelo largo y forma de rata, con afilados dientes y barba, con una cara diabólicamente  humana y en sus patas, pequeñas manos humanas. La gente decía que llevaba recados de la vieja al diablo  y se alimentaba con la sangre de la hechicera que sorbía como un vampiro.  Las pesadillas de Gilman consistían por lo general en soñar que caía en abismos infinitos de  inexplicable crepúsculo coloreado y llenos de confusos sonidos, abismos cuyas propiedades materiales  y de gravitación Gilman ni siquiera podía concebir. Los abismos no estaban vacíos, sino poblados de masas anguladas de sustancia de  colorido ajeno a este mundo, algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas. Y soñaba también con una nebulosa sombra que fue asemejándose cada vez  más a una vieja encorvada.  Avanzado el mes de abril, llegaron a oídos de Gilman, aguzados por la fiebre, las dolientes plegarias de  Jorge Chipazuque, su vecino evangélico y creyente. Él contaba sobre apariciones del fantasma de la  vieja Keziah y de Brown Jenkins. Ahora rezaba porque se acercaba el Sabbath de las brujas. La víspera del primero de mayo era la Noche de Walpurgis, cuando  los espíritus infernales vagaban por la tierra y todos los esclavos de Satanás se congregaban para  entregarse a ritos y actos indecibles. Ocurrirían cosas desagradables y probablemente desaparecerían uno o dos niños. El día 16 de abril Gilman soñó horriblemente con un Hombre Negro, no solo vestido, sino negro en todo su ser y fue con la bruja y él hasta el trono de Azatoth, en  el mismo centro del Caos esencial. Tendría que firmar en el libro negro con su propia sangre y adoptar un nuevo nombre secreto.  «Azatoth» correspondía a un mal primordial, el caos, la antítesis de la creación. La fuerza inevitable que hace que el universo se contraiga y la nada reine en aquellas regiones del espacio en donde el tiempo ha llegado a su final.  En la noche del 19 al 20 de abril vio, despierto, dos formas que se le acercaban arrastrándose con gran dificultad, como un error en un video: la vieja y la pequeña cosa peluda. Bullían a su alrededor formas geométricas y cayó vertiginosa e interminablemente, para acabar despertando en su lecho, en el desván sellado y demencialmente inclinado de  la vieja casa embrujada. Era una habitación pequeña, con una serie de escombros que, en medio de la desesperación, Gilman no quiso ver. Salió a golpes por una rendija que más tarde encontró cerrada.  Fiebre....  sueños insensatos… sonambulismo… ilusión de ruidos....  atracción hacia un punto del  cielo.... y ahora la sospecha de decir dormido cosas de loco...  Esa noche soñó ser presa de un ritual. Estaba medio tumbado en una alta azotea de fantástico mármol púrpura que dominaba una infinita selva de  exóticos picos, superficies planas equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales en equilibrio sobre pináculos e innumerables formas aún más descabelladas, unas de piedra, otras de  metal, que relucían en un cielo polícromo. Mirando hacia arriba vio tres soles bajo montañas extraterrestres.  Vio cinco figuras que se acercaban silenciosamente. Monstruos de muchas formas querían usarle y torturarle. Tentáculos, dientes, ojos que no son ojos y muchas espinas se acercaban, en forma de seres que nunca hubiera podido imaginar. Una figura se adelantó a las otras, era Keziah Mason, en vestiduras viejas y andrajosas. Una rata con facciones humanas la acompañaba y le saltó al hombro. La bruja señaló un libro que flotaba en frente suyo. Junto a su nombre había un espacio para la firma en sangre. Brown Jenkin le trepó por el brazo y le mordió el dedo, con el que firmó sin voluntad.   Se despertó el día 22 con la muñeca izquierda dolorida y vio que el puño de la camisa estaba  manchado de sangre seca. Sus recuerdos eran muy confusos, pero la escena del hombre negro en el  espacio desconocido permanecía muy clara en su memoria.  En la mañana del 27 de abril volvieron los sueños. Delante de él estaba el hombre negro de flotantes vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos, en tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señas y muecas imperiosas para que se acercara. A la derecha había una puerta abierta que el hombre negro señaló silenciosamente. Truenos rugían en el fondo de brisas con sonidos lejanos de gritos y tormentos eternos. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y tenía una luz verde y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría sola.  Adentro, un bebé, en una piedra, lloraba ahogadamente. La bruja lo levantó a los cuatro vientos y gritaba horribles profecías, mientras, con un cuchillo ritual en la otra mano tomaba impulso y Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. La noche anterior se había producido un extraño secuestro: un niño de dos años, hijo de una madre soltera había desaparecido en medio de la noche. La imagen del periódico le confirmó que su fatal sueño había sido real. Esa noche Gilman no pudo dormir, infernales cánticos se escuchaban desde lo lejos. La hoguera ya estaría encendida y los fanáticos en el baile.. Y entonces vio la colmilluda y barbuda carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta. Estallaron ante él los abismos oscuros y llenos de gritos. Entonces sucedió la monstruosa explosión del ritmo del Walpurgis. Sobre la mesa, la monstruosa vieja de horrible expresión con un brillante cuchillo de grotesco mango en la mano derecha y un cuenco de metal de color claro le señalaba. Se dio cuenta que no tenía camisa y que estaba anclado a la pared por una extraña fuerza. Gilman vio a la hechicera inclinarse hacia delante y extender el bol vacío a través de la mesa. Incapaz de dominar sus emociones, Gilman alargó los brazos, tomó el cuenco con ambas manos y golpeó a la bruja en la cabeza, rompiendo hueso y sintió que ya no estaba indefenso. Agarró el cuchillo y en un frenesí de locura atestó mil golpes al horrible acompañante de la bruja que ahora le mordía el brazo al defender a su maestra.  No sabía si había matado a la bruja, pero la dejó sobre el suelo en donde había caído, y, al volverse, vio sobre la mesa algo que casi acabó con los últimos vestigios de su razón. El diabólico canto inhumano del aquelarre llegando desde una distancia infinita atrajo al hombre negro.  El Walpurgis estaba vibrando, y al final escuchó el latido cósmico que tanto temía y que hasta ahora había estado velado. En la noche del Sabbath siempre se hacía más sonora y resonaba a través de los mundos para convocar a los iniciados a ritos ocultos.  Entonces todo terminó, todo sucedió como debía suceder: el cuchillo, el sacrificio ritual y la muerte. La tranquila y pacífica muerte que sintió Gilman fue el respiro de sufrimiento, porque después de tener el vientre abierto, fue alimentado a los millones de monstruosas efigies que poblaban aquella extraña dimensión. Nunca se volvió a alquilar la casa.  En marzo de 1931, un gran vendaval arrancó el tejado y la gran chimenea de la Casa de la Bruja, entonces ya abandonada, y muchos ladrillos, tejas cubiertas de moho, tablones medio podridos y vigas se derrumbaron sobre el desván atravesando el suelo. Todo el piso quedó sembrado de escombros, pero nadie se tomó la molestia de limpiar hasta que le llegó a la casa la hora de la demolición. Fue encontrado allí un horrible depósito de materiales de mayor  antigüedad y que dejó a los obreros paralizados de espanto. En pocas palabras, el suelo era un verdadero rosario de  huesos infantiles, unos bastante reciente. Sobre esa profunda capa de huesos descansaba un gran cuchillo de evidente antigüedad, de forma grotesca y exótica, y muy ornado, sobre el cual se habían acumulado los escombros.  Los obreros, horrorizados, presenciaron una horrible visión. Entre los escombros, se levantaba, inmortal y anormal, un ser un poco más grande que una rata, con manos diminutas en vez de patas, con colmillos blancos y afilados y la cara de Walter Gilman. 

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