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La Bruja - Germán Castro Caycedo

Este fragmento de la obra imposible de conseguir en las librerías del país. Un relato periodístico que haría que Jay Anson volviera a morir de envidia. Este es un pedazo del Diario de Campo, cuando el señor Germán visitó la casa de su bruja.


DIARIO DE CAMPO:


Sábado 6 de noviembre.- Hace ocho días transcribí el relato de La Casa y esta tarde vinimos con Amanda a conocerla. Desde cuando partimos del pueblo ella ha estado inquieta y silenciosa. Un poco antes de las cinco —que es el comienzo del atardecer— llegamos a la ribera del gran río y ella dijo que esperáramos allí unos minutos. Creo que buscaba el final de la tarde. A las cinco y media cruzamos los jardines y solamente cuando estuvimos muy cerca, pudimos ver la estancia en su enorme dimensión. La Casa mira hacia el río que brilla a través de un bosque claro. Atrás y en los costados es arropada por árboles de más de un siglo, altos y frondosos, que impiden el paso libre de la luz. Troncos inmensos cubiertos por líquenes y musgo. Huele a la humedad del bosque. Al frente, un espacio abierto con piso empedrado. El río se ve abajo y la culata de la casa en la parte alta de la pendiente, dentro de aquel bosque de madroños, nísperos, mangos, palma de coco, palma real, in vadidos por bromelias parásitas, y algunas ranas arborícolas que empiezan a cantar cuando se esfuma el sol. De arriba abajo corre un arroyo y el sonido del agua se escucha en toda la casa. Atrás está el baño: el arroyo ingresa por la parte alta, cae dentro de cuatro paredes y abajo se lo suerbe una alcantarilla, vuelve a surgir frente a la casa y se precipita buscando el río. Al llegar al suelo, las paredes del baño tienen un quicio para sentarse a recibir el agua del raudal. Amanda está silenciosa. Palidece. Ha comenzado a atardecer y recuerda que desde cuando la exorcizó monseñor Uribe Jaramillo no pisaba este lugar.


—Mira —dice— en este quicio senté a industriales muy importantes que venían a que yo los rezara para que les fuera bien en los negocios, y senté a la hija de un expresidente de la República porque la hija de otro expresidente de la República me la envió: ella quería que le arregláramos su matrimonio pues estaba disolviéndose ya que el diputado, su marido, andaba liado con otra. Y en una estancia cercana a ésta vine a trabajar en brujería con Manolito Reyes, descendiente de otro expresidente de la República. Aquí rezamos y enyerbamos a siete miembros de la Cámara de diputados que estaban enamorados. Es que cuando las cosas parecían difíciles, le recomendábamos a la gente que se viniera un viernes con nosotros. Ese viernes, más o menos a esta hora se quitaban la ropa y los azotábamos con ramas de Poleo y Cedro y antes de que amaneciera y después del primer canto del gallo, los colocábamos en fila debajo de este chorro y mientras recibían el agua tenían que repetir el nombre de la persona que estaban deseando. Lo repetían y lo repetían y mientras tanto se quedaban ahí, de pie debajo del chorro, pronunciando el nombre y diciéndole a aquel espíritu que a partir de esa madrugada no iba a tener encanto, ni atractivo, ni alegría en ninguna parte, ni con ninguna otra persona, mientras no estuviera a su lado. Y ahí los dejábamos recibiendo el baño: a los diputados y a los industriales y a las hijas de los expresidentes de la República, y lo mismo a los gerentes de las grandes compañías. Y ahí se quedaban inmóviles, temblando de frío y hablando solos.


El icaco es la fruta del amor y los llevábamos allá, hasta ese árbol y los que más dificultades nos daban porque estaban siendo rezados por otros brujos o porque llevaban sobre ellos espíritus muy fuertes, o los que acababan de comenzar estas prácticas, no podían comer de este icaco sino debían ir hasta aquel, más allá de la fuente. ¿Lo ves? Ése es el de la piscina.


Ahí, en sus raíces, la mujer o el hombre enterraban la foto de su ser amado, pinchado con alfileres en el corazón, envuelta en una cinta verde y rezada después de las diez de la noche en medio de humo de Carbamato de Etilo, que es el mismo Urétano que nosotros mezclábamos con Gálbano, Pez blanca y cera amarilla. Los demás comían en el árbol de la fuente, siete icacos rojos seguidos y siete icacos verdes, también continuos. Después les dábamos de beber una infusión cargada de hojas de Artemisa, que se llama también Ceñidor o Corona de San Juan, y emulsión de Estafisagria. Esto tenían que hacerlo nueve viernes o nueve sábados.


Cerca del baño hay una fuente de piedra cubierta por líquenes y musgos en la que se enreda una mata de grandes hojas agujereadas que en este lugar del trópico llaman balazo.


—Aquí —dice Amanda— se sumergían las fotos de las almas que estábamos trabajando y esto tenía que ser los días once, veintiuno o treinta y uno a las once de la noche. Las sacábamos a las doce en punto. Y se debían lanzar cruzadas. Es decir: la foto del hombre y la foto de la mujer, pegadas y cruzadas con alfileres. A las doce y un minuto abríamos el chorro alto que tiene la fuente, buscando que el agua las bañara al caer.


Mira: esta planta se llama Azahar de la India. Dicen que aquí se sentaba uno de los pocos que tenían acceso a La Casa gracias a su amistad con el dueño. Aquel hombre se llamaba don José García. Dicen que se sentaba y hablaba con el Azahar porque sufría de males de amor. El médico invocó su alma un sábado y don José no quiso venir. Una madrugada escuchamos que lloraba un niño cerca del Azahar.

El patio central tiene una puerta trasera. Entrando, a la izquierda, está el comedor, sombrío, con paredes cubiertas por un enorme fresco que muestra un lago con casas de techos en punta, barcas, parejas de enamorados, niños, flores, mariposas. Arriba, una lámpara con velas y un par de telarañas. Muebles de caoba, ceibo, alacenas, vitral. Antes de entrar, Amanda se persigna y reza algo. Aun en la sombra veo que palidece.


—En esta lámpara —dice— colocábamos por las noches velas de iglesia, robadas los primeros viernes del mes. Las encendíamos a las diez y alrededor de esa mesa colocábamos otras. Unas velas rezadas y rociadas con algo que se llama Escabiosa o Reno del Diablo. Y más allá, como hacia el centro de la mesa, extendíamos las fotografías y empezábamos a hacer los alfileres y a conjurar. Las velas estaban encendidas, impregnadas con Escabiosa y marcadas con los nombres de las personas que estábamos trabajando. Y aquí en este extremo estaba el refrigerador donde nosotros guardábamos los brebajes. Aquí, todas las noches se escuchaban tañidos de campanas, resuellos, lamentos de orfandad y empezaba a abrirse esa puerta que es precisamente la que da a los lugares donde está la luz. Se abría y se cerraba con brusquedad. Además, mira una cosa que no me la contaron sino que yo la vi muchas veces: de aquí sale una persona a las nueve de la noche y sube por esa escalera, la hace traquear y se pierde en aquel baño en el descanso. Alguien me dijo un día que ese espectro corresponde al espíritu del hombre que estuvo enamorado de la última mujer de la dinastía de los dueños de La Casa, porque él le rogó que se casaran y ella le dijo siempre que no y esto lo hizo sentir muy humillado, muy aporreado, ¿sabes? El tipo viste de blanco y cuando está cerca del baño y antes de que trate de abrir la puerta para entrar, la ropa se desdibuja, se convierte en un halo y entonces él ya no la abre sino que se filtra a través de la puerta que queda entreabierta y así amanece. Por las mañanas uno la cierra y al día siguiente la encuentra entreabierta. Entonces en la mitad del patio, debajo de ese mandarino, enterrábamos nosotros los nombres de algunas personas muy enamoradas, que por enamoradas perdían la dignidad. Es que por ahí pasaba el tipo de blanco. Cruzaba caminando lento, con pasos cansados, ¿me entiendes? Cruzaba y como que se apoyaba un par de segundos en el mandarino antes de buscar la escalera y el baño.


A esta casa veníamos especialmente en octubre y noviembre, porque ésos son los mejores meses para la brujería. ¡Ah!

Mira ese candelabro: el que está allá. Nosotros lo llamábamos "El candelabro de Belcebú". Siempre tenía siete cirios. Esos cirios nos los robábamos en las iglesias durante la Semana Santa y los usábamos para alejar a unas personas de otras. ¿Cuándo? Pues cuando se agredían o se hacían mal y las cosas ya no tenían remedio... Y aquí está el cofre negro. Dentro de ese pequeño cofre guardábamos los nombres de quienes íbamos a alejar. Aquellas velas debían ser consumidas en meses impares.


Del comedor pasamos a varias habitaciones espaciosas, conectadas unas con otras por puertas ensambladas en maderas finas. La luz de una bombilla débil, al fondo, se cuela de habitación en habitación a través de la sucesión de puertas. En todos los aposentos hay armarios y camas amplias talladas en ébano, comino crespo, caoba, que se ven en la penumbra como sombras macizas y voluminosas.


—Debajo de estos caracoles que sostienen los libros, se escribían también los nombres de las personas que íbamos a separar —dice Amanda mientras avanza hacia otra habitación. Allí explica:

—Este es un lavabo del mil ochocientos. En él aún está la misma jabonera en la que colocábamos el Jabón Negro rezado en el Brasil, ¿lo ves? Y estas camas... A ver. Esta y aquella: esas dos las cruzábamos para trabajar a las personas que tenían que casarse con urgencia. Y en esa otra jabonera colocábamos los jabones verdes de Citronela y nos lavábamos para empezar a hacer los rituales nocturnos.




Amanda hace una pausa. Me mira fijamente y dice:


—Ahora, al pasar por frente a este baño y a estas camas, escucho los mismos rumores y siento las mismas sensaciones que tenía cuando brujiábamos aquí. Nosotros rezábamos en este punto las oraciones para atar a la gente. Atábamos con eso y con unos polvos que esparcíamos por toda esta habitación, porque el médico decía que aquí flotaba una energía especial. Que en este sitio pudo haber muerto alguien de temperamento dulce y por tanto la energía no era agresiva como la que aletea allá, al fondo.


Salimos nuevamente al patio. Corre brisa porque va a llover. En la parte de atrás se ha callado la vocinglería de varias guacamayas encerradas en una jaula, al lado de la fuente.


—En esa jaula —explica Amanda— colocábamos unos frascos con yerbas maceradas y el nombre de personas que queríamos unir. Los emplastos se fermentaban durante todo noviembre y una vez terminado diciembre los extraíamos y quemábamos las yerbas allá, debajo de esas palmeras.


Subimos a la segunda planta pero no escucho traquear la escalera. Abren las puertas de una habitación en una de las esquinas y encienden dos lámparas. Hay luz abundante:


—Ésta es la habitación del último de los señores de la familia y de su esposa. Esas lámparas no estaban aquí sino allá y en aquellos candelabros se hallaban los rastros de las velas que ellos habían dejado cuando murieron. El médico decía que aquí gobernaba una energía tan fuerte que lo rechazaba a uno porque, él pensaba, alguien estaba tratando de proteger su privacidad. Aquí, en la mitad de la habitación, poníamos un vasija con billetes de un dólar y monedas colombianas de cien pesos que luego rezábamos. Las bautizábamos con el nombre de este señor que fue tan rico, por lo cual su espectro debía traer fortuna. Esto lo hacíamos únicamente en esta habitación.


El médico repetía que ésta era una casa apropiada para trabajar sobre el amor y sobre el dinero, porque se trata de un lugar donde parecería que los antepasados continuaban vivos y atados a las cosas materiales. Por eso quienes los sucedían y se iban quedando en este mundo, como en un rito de codicia no permitían que nadie moviera nada. Mira: aquí, por ejemplo, en la misma cama y sobre el mismo colchón, estaba la sábana sobre la que murió un abuelo, y allá, tirado en el suelo, el diario del día en que falleció otro de ellos.


Antes de las nueve de la noche abandonamos La Casa. Amanda ha enmudecido. Cuando llegamos a Belén, un poblado en mitad del camino, hace detener el auto frente a la iglesia, entra y al salir de allí cuenta que se confesó con el padre Mario Mejía. Una vez regresamos al pueblo dice que en La Casa sintió que volvía a acercarse a Satanás. Tiene angustia.

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