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EL MUNDO SE ACABA MAÑANA

Hola a todos y les damos la bienvenida al blog de Grimoria. Esperamos tengan horribles sueños y horribles miradas hacia el futuro, pues hoy es el día en el que presentamos nuestro evento EL MUNDO SE ACABA MAÑANA, 4 visiones del fin del mundo. Aquí presentaremos, en forma escrita, los relatos que serán leídos. Dos de ellos hacen parte de la bella compilación de PAISAJES DEL APOCALIPSIS, traducida al español por Valdemar. Los relatos han sido editados un poquito para el público colombiano y para ser leídos en vivo.


Freakwave de Brendan McCarthy.

Las imágenes del fin del mundo, del apocalipsis, son así, llenas de ruinas pensantes. Los ancestros, a quienes rezarán los humanos en cien años, somos nosotros.


LA VIRGEN DE LA SABANA

Grimoria


Este es un relato original que hemos escrito para introducir el especial. En este, podemos ver una sabana de Bogotá postapocalíptica, que ha vuelto a ser un pantano. Las criaturas de estos lugares son tétricas y las personas peor.


Anduvimos toda la noche caminando. Los cinco carriles de la autopista norte de Bogotá eran ahora un desierto de concreto. Se murió mucha gente. En una tarde de agosto anunciaron, por todas las redes y todos los noticieros y todo lo que tuviera acceso a Internet, que el mundo se había acabado.

Nosotros llegamos hasta el peaje. No se veía una sola persona. Todos viajábamos en secreto porque ellos vigilaban las vías. Ellos tenían combustible y ellos tenían todo lo que se había acabado. Nos volvimos carne de caza, no muy diferentes de bandadas de gatos que se agrupan para sobrevivir.

Caminamos sobre el monte, mirando la carretera, con cuidado, vigilando para no ser vigilados. Somos felinos sin zarpas y muchísimo más débiles para cazar. Ellos se mueven en carro, nosotros usamos nuestros caminos, secretos, ocultos y públicos. Nadie más se mueve en carro.

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El día del fin del mundo, el cielo se puso de otro color, de mil soles al tiempo y después no volvió a aparecer. Después llovió fuego y en Bogotá cayó una bomba que destruyó todo menos una figura de la virgen. Milagrosa, fue venerada y traída a La Laguna, en donde hoy reina eternamente.

Esa noche estaba clara. Nadie hizo ni un sonido, salvo el de los pies estancándose en el pantano que se ha vuelto la sabana. Los pastos pueden esconder personas enteras. Nosotros le tememos a los animales. Caimanes, deformados por décadas de contaminación han mutado a algo más que masas deformes con dientes que persiguen a la gente. Las terribles jaurías de perros incontables, un mar de perros, arrasando con todo como una nube de sarna y pulgas. Los horribles sonidos de la noche, que entre la bulla tropical se pueden escuchar voces que lloran y se lamentan.

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Se hizo de día y nosotros caminamos entre la húmeda y malsana vegetación. Entre la luz de la mañana nos encontramos con una pequeña casa en uno de los playones de la ahora ciénaga de Bogotá. Una casita con cruces y sin gente, un lugar de peregrinación. Sobre estos lugares milagrosos se construyeron hogares de paso. Hospedajes para viajeros sin nombre, resguardados por el sagrado corazón de Jesús. Alguien me dijo que este lugar es invisible para todo el malintencionado. Ahí dormimos y marcamos el libro negro con nuestro nombre, prometiendo nuestras almas cuando el sufrimiento de esta vida acabe.

La navegación desde este punto es en balsa, la gran laguna de Bogotá. A veces, pueden escucharse las lanchas de los dueños. Toca hundirse en el agua mientras pasan. Están buscando gente. Les gusta hacer asados de gente. En su templo adoran a antiguos jefes de la droga, les ofrecen su propia sangre. Esta es bebida por los perros, que aprendieron a imitar los lamentos de dolor de la gente.

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Hemos subido el camino por el que un culto hace miles de años sacrificaba gente en la laguna, ella siempre existió entre los túneles de aguas subterráneas que cuidan toda la sabana. Secreta y entre el páramo, la laguna sigue siendo milagrosa y hoy, después de que se acabó el mundo, es la única salvación para nosotros los penitentes.

Con suerte mañana haremos el sacrificio, una niña sin una mano. La hemos cargado a cuestas cuando no pudo caminar. Le hemos quitado la lengua para que no pueda negarse al ritual. Ella, de seguro ella sí apaciguará a la santa virgen de la sabana, ella sí regresará la civilización que una vez fue.

Recibe nuestro tributo, demuestra misericordia por nosotros, los últimos humanos en esta parte del mundo.



Imágenes de una prueba nuclear en el desierto de Arizona.


“Now I am become Death, the destroyer of worlds (Ahora soy MUERTE, DESTRUCTORA DE MUNDOS)”. Oppenheimer citando al Baghabad Ghita al presenciar el poder irreversible, antinatural y demoledor de la primera explosión nuclear del mundo.


Nunca te rindas

Jack McDevitt


McDevitt es lo más cercano a Mad Max en la literatura. Este autor tuvo su mayor auge en los años ochenta, en donde fue escrito este relato. Pensemos en un mundo governado por el miedo al invierno nuclear. En el futuro, los fantasmas seguirán existiendo.



La lluvia comenzó a caer mientras lanzaban las últimas paladas de tierra sobre la tumba. Quait agachó la cabeza y susurró la tradicional despedida. Chaka contempló el poste de madera en el que estaba inscrito el nombre de Flojian, sus fechas de nacimiento y muerte, y la leyenda LEJOS DEL HOGAR.


No le había preocupado mucho Flojian. Era un egocéntrico y se quejaba demasiado, y siempre sabía cuál era la mejor manera de hacer las cosas. Pero se podía contar con él a la hora de arrimar el hombro, y ahora ya sólo quedaban dos.


Quait calló, levantó la mirada y asintió. Era su turno. Le aliviaba que ya hubiera acabado todo. El pobre se había caído de cabeza desde el nivel más alto de unas ruinas, y durante cuatro insoportables días poco pudieron hacer por él. Qué manera más absurda y tonta de morir.


—Flojian —dijo ella—, te echaremos de menos.


Se limitó a eso, porque era lo que sentía de verdad, y además la lluvia iba en aumento.


Se retiraron hacia los caballos. Quait guardó su espada bajo la silla y montó de esa forma tan extraña que siempre daba la sensación a Chaka de que Lightfoot lo iba a dejar caer hacia el otro lado.


Se quedó quieta mirándole.


—¿Qué ocurre? —dijo él limpiándose la mejilla con el dorso de la mano. Tenía el sombrero encasquetado en la cabeza. Chorreaba agua sobre sus hombros.


—Ha llegado el momento de rendirse —dijo Chaka—. Volver a casa. Si podemos…


Retumbó un trueno. Estaba oscureciendo muy rápidamente.


—Éste no es el mejor momento para discutirlo.


Quait esperó a que ella montara en su caballo. La lluvia golpeaba la blanda tierra, se derramaba sobre los árboles.


Ella echó la vista atrás, hacia la tumba. Flojian yacía ahora junto a las ruinas, enterrado como ellas bajo las onduladas colinas y el extenso bosque. Era el tipo de tumba que él hubiera querido, reflexionó. Le gustaban las cosas que llevaban muertas mucho tiempo. Se ciñó con fuerza la chaqueta y montó en su silla. Quait se puso en marcha con un trote enérgico.


Lo habían enterrado en la cima de la elevación más alta de toda la zona. En esos momentos cabalgaban lentamente bordeando la cumbre, avanzando con cuidado entre cascotes de hormigón y vigas de madera petrificada y metal oxidado, el detritus del viejo mundo, hundiéndose lentamente en la tierra. Los escombros estaban erosionados por el tiempo: la tierra y la maleza habían redondeado los escombros, se habían derramado sobre ellos y habían absorbido sus bordes cortantes. Finalmente, pensó Chaka, no quedaría nada y los visitantes pisarían las ruinas y no sabrían ni tan siquiera que estaban sobre ellas.


Quait se inclinó parapetándose de la lluvia, con el sombrero ladeado sobre los ojos y la mano derecha apoyada sobre el costado de Lightfoot. Tenía aspecto de estar exhausto y abatido, y Chaka se dio cuenta por primera vez de que también él se había rendido. Que sólo estaba esperando a que otra persona se responsabilizara de admitir el fracaso.


Descendieron de la cumbre y cabalgaron a través de un estrecho desfiladero repleto de bloques de piedra y losas.


—¿Estás bien? —preguntó él.


Chaka estaba bien. Asustada. Exhausta. Preguntándose qué iba a decirles a las viudas y madres cuando llegaran a casa. Eran seis cuando comenzaron.


—Sí —dijo ella—. Estoy bien.


La gruta se abría frente a ellos, una oscura boca cuadrada con los bordes de yeso y medio oculta tras un helecho. Habían dejado un fuego encendido, y el lugar parecía cálido y acogedor. Desmontaron y metieron los caballos en el interior.


Quait echó un par de troncos en la fogata.


—Hacía frío allí fuera —dijo.


Un relámpago se encendió en la entrada.


Pusieron una tetera en la roca de hervir, dieron de comer y beber a los animales, se pusieron ropas secas y se tumbaron frente al fuego. No hablaron mucho durante un largo rato. Chaka estaba sentada, envuelta en una manta, disfrutando del calor y de estar resguardada de la lluvia. Quait escribió algunas notas en el diario, intentando localizar el lugar de la tumba de Flojian, para que los viajeros futuros, si es que hubiera alguno, pudieran encontrarlo. Después de un rato, Quait suspiró y levantó la mirada, no para mirar a Chaka, sino más allá de su hombro, a media distancia.


—¿Realmente piensas que deberíamos dar la vuelta?


—Sí. Pienso que ya hemos tenido suficiente. Es hora de volver a casa.


Él asintió.


—Odio tener que regresar así.


—Yo también, pero ha llegado el momento.


Era difícil adivinar para qué había servido la gruta. No era una cueva. Las paredes eran artificiales. Cualquiera que fuera el color que tuvieron en otro tiempo, había quedado descolorido. Ahora estaban grises y manchadas, y se curvaban hacia el alto techo. Una composición de líneas inclinadas, probablemente pintadas con fines decorativos, las atravesaban. La gruta era amplia, más amplia que la sala del consejo, que podía dar cabida a unas cien personas, y se prolongaba hasta gran distancia por debajo de la colina. Kilómetros, tal vez.


Por lo general, Chaka evitaba las ruinas siempre que podía. No era fácil, porque estaban por todas partes. Pero todo tipo de bichos construían sus guaridas en ellas. Y las construcciones eran peligrosas, como Flojian había podido comprobar. Peligro de derrumbamientos, hundimientos del suelo, de todo. La verdadera razón, sin embargo, era que había escuchado demasiadas historias sobre espectros y demonios que habitaban entre las paredes desmoronadas. No era una mujer supersticiosa, y nunca habría admitido su malestar ante Quait. Y sin embargo, uno nunca sabía.


Habían encontrado la gruta unas horas después de que Flojian tuviera el accidente, y se trasladaron al interior, agradecidos de tener dónde cobijarse. Pero ahora ella ansiaba irse.


Un trueno sacudió las paredes y pudieron oír el ritmo regular de la lluvia derramándose desde la cumbre. Todavía era por la tarde, pero hasta el último resquicio de luz se iba apagando.


—El tinto debería estar listo —dijo Chaka. Quait sacudió la cabeza.


—Odio rendirme. Siempre nos quedará la duda de si podría haber estado en la siguiente colina.


Ella acababa de coger la tetera y comenzaba a servir el tinto cuando un relámpago retumbó justo encima de sus cabezas.


—Ése ha estado cerca —dijo ella, aliviada por la protección de la gruta.


Quait sonrió, cogió su taza y la levantó parodiando un brindis a cualquiera de los poderes que habitara en la zona.


—Quizás tengas razón —dijo él—. Quizás deberíamos hacer caso de las advertencias.


El relámpago había sido atraído por una cruz oxidada, un pedazo informe de metal en descomposición que sobresalía de un lateral de la colina. La mayor parte de energía se dispersó por el suelo. Pero otra parte saltó a un cable enterrado, lo recorrió hasta una caja de conexiones derretida, fluyó a través de una serie de conductos, e iluminó varios cuadros de mando antiguos. Uno de estos cuadros transmitía energía a un sistema auxiliar inactivo desde hacía mucho; otro accionó una variedad de sensores que comenzaron a registrar los sonidos en la gruta. Y un tercero, tras un adecuado retraso, accionó un interruptor y activó el único programa que todavía sobrevivía.


Comieron bien. Chaka se había topado con un desafortunado pavo esa mañana, y Quait añadió unas cuantas frutas . Habían agotado hacía mucho tiempo las reservas de vino, pero un arroyo corría a unos cincuenta metros en la parte trasera de la gruta, y el agua estaba limpia y fría.


—No es que haya alguna razón para pensar que estamos cerca —dijo Chaka—. De todas formas, ya no estoy segura de seguir creyendo en ello. Y aunque realmente estuviera ahí fuera, el precio a pagar es demasiado alto.


La tormenta amainó con la llegada de la noche. La lluvia seguía cayendo, pero era una lluvia ligera, no mucho más que una bruma.


Quait habló profusamente durante toda la velada; sobre sus ambiciones, sobre lo importante que era averiguar quién había construido las grandes ciudades diseminadas por la vegetación, y qué les había ocurrido, y sobre el poder de las antiguas magias. Pero ella estaba en lo cierto, repetía él una y otra vez, lanzándole miradas, y parándose para darle la oportunidad de interrumpirle. Era mejor prevenir que curar.


—Ya lo creo que sí —dijo Chaka.


Hacía calor cerca del fuego, y al cabo de un rato Quait se quedó dormido. Había adelgazado nueve kilos desde que abandonaron Illyria hacía nueve semanas. Había envejecido, y la alegre despreocupación que a ella tanto le había atraído al principio se había esfumado.


Ahora Quait siempre estaba enfrascado en sus asuntos.


Ella intentó sacudirse el sentimiento de desesperación. Estaban muy lejos de casa, solos en una tierra inhóspita plagada de salvajes y demonios y ciudades muertas en las que parpadeaban luces y la música sonaba y los objetos mecánicos se movían. Se acurrucó envuelta en sus mantas y escuchó las gotas de agua escurriéndose de los árboles. Un tronco se rompió y sucumbió en el fuego de la hoguera.


No estaba segura de qué es lo que la había sobresaltado, pero se despertó repentinamente, con los sentidos alerta.


Alguien, cuya silueta se recortaba contra la luna, e iluminada por el fuego del interior, estaba de pie en la entrada de la gruta, mirando hacia fuera.


El pecho de Quait subía y bajaba suavemente al lado de Chaka.


Ella había utilizado su silla de montar como almohada. Sin apenas moverse, sacó la pistola de debajo.


La figura parecía la de un hombre, un tanto grueso por la zona de la cintura, vestido con una extraña indumentaria. Llevaba una chaqueta y pantalones oscuros, un sombrero de copa redonda, y sostenía un bastón. Se veía un fulgor rojizo alrededor de su boca, que disminuía y aumentaba de intensidad intermitentemente. Chaka detectó un olor parecido a hierba quemada.


—No se mueva —dijo en voz baja, incorporándose para enfrentarse a la aparición—. Tengo una pistola.


Él se giró, la miró con curiosidad y una nube de humo se elevó por encima de su cabeza. Sin duda, estaba fumando algo. Y el olor era inmundo.


—En efecto, la tiene —dijo él—. Espero que no la use.


No parecía demasiado impresionado.


—Lo digo en serio —dijo ella.


—Lo siento —dijo él con una sonrisa—. No tenía intención de despertarla.


Llevaba una camisa blanca y una cinta azul oscuro en el cuello. La cinta estaba