Este es un cuento que ha sido adaptado, modificado y macheteado. Sincronizado para mejores días, este relato se aprovecha del horror que sentimos en la silla odontológica.
El bus estaba esperando, jadeando en el andén. Había poquita gente en el bus y, a esa hora de la noche, nadie pasaba por la acera.
Parada en el andén, junto a la puerta del bus, Clara intentaba decirle algo a su esposo, con la mitad de su cara inflamada y con un dolor penetrante que no la dejaba pensar dijo “Me siento chistosa”.
“¿Estás bien?”
“No, por supuesto que no,” .
“Todo va a estar bien” él dijo cariñosamente.
“Me siento chistosa,” ella dijo. “Como con sueño y un poquito mareada.”
“Eso es por la droga,” él dijo. “Toda esa codeína y el whisky y sin nada de comer en todo el día.”
Ella se rió nerviosamente. “Yo no podría ni peinarme ahorita, me tiemblan las manos. Menos mal es de noche.”
“¿Estás segura que tienes suficiente plata?” Él dijo.
“No sé” Clara dijo. “ Llegó a la casa mañana.”
“Escríbeme si necesitas más,” él dijo. El conductor del bus salió de la puerta de la tienda del frente. “No te preocupes.”
“Chao,” le dijo Clara a su esposo.
“Te vas a sentir bien mañana,” dijo su esposo. “ Es sólo un dolor de muela.”
“Chao,” dijo Clara. El bus estaba casi vació y ella se fue bien atrás y se sentó en la ventana en donde la estaba esperando su marido, desde afuera. “Chao,” ella le dijo a través de la ventana “cuídate”.
Cuando el chofer volvió a su asiento, después de cobrarles el pasaje, ella se recostó, apacible, sintiendo el somnífero de las drogas. El latido de la muela lo sentía lejos y mezclado con el movimiento del bus, un traqueteo que iba a la par con los pulsos de su corazón, cada vez más fuertes, incansables en la noche. Echó la cabeza hacia atrás, puso los pies en el asiento de al lado y cayó dormida sin haber dicho adiós a su pueblo.
Abrió los ojos en un momentico y vio que el autobús andaba en la oscuridad, en silencio. La muela le latía fuerte y puso la mejilla hinchada en la ventana helada. Sentía como si la muela hubiera empezado un asedio sobre su persona, no le dejaba respirar, no le dejaba hablar, no le dejaba dormir. Las únicas luces eran la serie de bombillas de colores a lo largo del techo del vehículo. Al frente, en el bus, lejos de donde ella estaba, vio sentados a unos pasajeros; el chofer, lejano como la luna en un telescopio, manejaba muy derecho, perfectamente despierto. Clara volvió a sumirse en su extraño sueño.
Clara se despertó cuando el bus se detuvo, un minuto antes de que la muela le doliera otra vez. “¡Quince minutos!” gritó el conductor. Clara se levantó y salió del bus al paradero, con los ojos chiquitos y arrastrándose como un pingüino. El paradero estaba caldeado, lleno de gente y de bulla. Se sentó en una mesa que estaba sola en una esquina. Alguien se sentó al lado y ella ni lo sintió.
“¿Vas muy lejos?” preguntó un hombre alto y de traje azul.
“Sí” respondió ella.
“¿Quieres un café?”
Ella dijo que sí y el hombre pidió un tinto que llegó humeando en un pocillo junto a ella.
“Tómatelo”
Clara lo sorbió, de a poquitos por lo caliente; ella se habría sumergido en ese tinto si no se hubiera dado cuenta que su nuevo acompañante le estaba hablando de cosas sin sentido.
“Vámonos” dijo el chofer y Clara se terminó el tinto de un sorbo ardiente que detuvo por un momento la fiesta que tenía su muela sobre su cara.
En el bus, todo estaba de nuevo oscuro y el dolor volvió a asomarse. Clara se sentía atrapada con el palpitante estorbo.